Árbol centenario junto al río Gallego de Lanuza al atardecer, reflejo en el agua, símbolo de raíces del alma y silencio interior.

Donde nacen las hojas del alma — un relato sobre raíces, silencios y los lugares donde la vida se detiene para sanar.


Donde Nacen las Hojas del Alma

Dicen que hay lugares en el mundo donde el tiempo no se detiene: se descalza. Sitios a los que uno no llega, sino que regresa, aunque nunca haya estado antes.

Lanuza es uno de esos.

Encajado entre montañas del Pirineo Aragonés, vigilado por cumbres y espejado en un embalse silencioso, el pueblo parece un susurro de piedra que no sale en los mapas. Casas de pizarra, calles empedradas, chimeneas encendidas incluso en verano. No es un lugar para descansar: es un sitio para encontrarse.

Allí vive don Matías. O, mejor dicho, allí está, porque nadie recuerda cuándo llegó.

Su figura encorvada forma parte del paisaje, como el musgo entre las grietas o las flores silvestres que crecen sin permiso. Tiene ojos de quien ha llorado más de lo que cuenta y una voz que no levanta el tono, pero sí la atención. Habla poco, y lo justo.

Cada mañana, antes de que el sol toque las montañas, se sienta bajo el viejo roble centenario, a orillas del río Gállego. Los habitantes de Lanuza lo conocen como “el Guardián. Sus ramas retorcidas y sus raíces gruesas parecen sostener no solo la tierra, sino también las historias del pueblo entero. Quienes se sientan bajo su copa sienten —aunque no sepan explicarlo— que algo se recoloca por dentro, como si una parte olvidada del alma despertara de un largo sueño.

—El Guardián no da respuestas —dice Matías—. Hace las preguntas correctas.

Nadie lo contradice.

Matías vive solo, en una casa humilde cubierta de hiedra, frente al embalse. Cose su ropa, hornea su pan, cura animales heridos y observa el agua durante horas, como quien lee en ella lo que otros buscan en los libros. No tiene hijos ni esposa, pero los que lo escucharon junto al árbol están convencidos de que amó más que muchos.

Aquel verano trajo algo distinto. No un cambio ruidoso. Más bien una grieta nueva en el silencio.

Llegó una mujer sola, con una maleta vieja y la mirada de quien carga más en el pecho que en el equipaje. Alicia: ojos oscuros, de esos que no suplican comprensión, pero tampoco la rechazan.

Buscaba descanso. O algo parecido. Se instaló en una pensión a las afueras; no preguntó por rutas ni monumentos. Solo por una habitación con cama y silencio. Huía del ruido —no del exterior, sino del suyo—, de reproches propios, de una relación que se fue vaciando como una taza de café que se enfría sin que nadie la beba.

Los primeros días, anduvo por las calles como si esperara tropezar con algo —o con alguien— que le devolviera las ganas de vivir.

Una tarde, cuando el sol alargaba las sombras, lo vio: un árbol solitario, plantado frente al embalse como si llevara siglos esperando algo...

O a alguien.

Se acercó sin pensarlo. No por curiosidad, sino por ese impulso que no pide permiso. Se sentó en el suelo aún tibio. Cerró los ojos. El aire tenía ese aroma que uno no sabe ponerle nombre, pero sí reconocer: infancia, tierra mojada, tiempos pasados.

—¿Lo oyes? —preguntó una voz suave, como si no quisiera interrumpir.

Alicia abrió los ojos. Un hombre mayor, barba blanca, mirada serena.

—¿El qué?

—El árbol. El Guardián. ¿Lo oyes?

Miró el tronco, las raíces que rompían la tierra como venas vivas. Cerró de nuevo los ojos.

—Solo el viento… aunque parece que respira.

Él asintió. Sonrió con esa tristeza amable de quien ha llorado en silencio.

—Eso no es el árbol. Es tu alma. Que por fin tiene espacio para hacer ruido.

Las palabras atravesaron una barrera invisible. No lloró, pero sintió un nudo en la garganta; era un alivio: hacía años que lo necesitaba.

—¿Quién es usted?

—Un hombre que aprendió a vivir cuando dejó de correr —dijo, sentándose a su lado con naturalidad—. Llamo a este lugar mi casa, no porque naciera aquí, sino porque me reconocí aquí. Tú… aún no sabes quién eres, ¿verdad?

Alicia negó.

—A veces creí saberlo. Me he perdido tantas veces… Confundí amor con necesidad, compañía con dependencia, entrega con olvido de mí misma.

Matías escuchó sin interrumpir. Señaló una bolsita de tela.

—¿Café?

Ella sonrió por primera vez.

—Depende de la compañía.

—La mejor compañía que tienes es la que menos frecuentas: . Cuando termines esta taza, quizá descubras algo que no sabías. Bébela en silencio. Como quien conversa sin palabras.

Le sirvió un café humeante, perfumado con cardamomo y canela. Permanecieron callados, no porque faltaran palabras, sino porque lo importante empezaba a escucharse dentro.

Aquel fue el primero de muchos silencios compartidos.

Días después, el verano trajo otra presencia: más joven, inquieta, con el alma en erupción.

Lucas llegó sin avisar. Sin equipaje. Con una mochila gastada y una rabia tan callada que parecía no estar, pero apretaba el pecho como un puño.

Tenía diecinueve años y cara de no querer gustarse ni a sí mismo. Venía de una ciudad donde unos padres lo miraban como expediente más que como hijo, donde todo pasaba por el filtro del deber y no del deseo. Huía, sí: de ellos, de los profesores, de la imagen que el mundo le devolvía y no reconocía.

Su llegada fue silenciosa. Nadie lo notó, salvo el Guardián.

Subió por el sendero sin saber a dónde iba; solo quería estar lejos. El viejo roble movía las hojas a favor del viento, como si intuyera que algo iba a despertar bajo su sombra.

Entonces lo vio. Enorme. Con un tronco nudoso. Viejo sí, pero frondoso y lleno de vida. Solo...

Sin dudar dirigió su pasos hacia él, se acercó y se dejó caer en la hierba que crecía bajo su sombra.

—¿Quién soy… si no lo que esperan de mí?

No lo dijo en voz alta. O eso creyó. Las palabras salieron como un suspiro acumulado.

—Eres la pregunta —respondió una voz—. Y aún no te atreves a ser la respuesta.

Lucas dio un respingo. Un hombre mayor estaba de pie junto a él.

—¿Y usted quién es?

—Uno que se hartó de fingir. Uno que aprendió a escucharse antes de hablar.

Lucas entrecerró los ojos, escéptico.

—¿Este es el momento en el que me dice que todo va a estar bien?

—No. Este es el momento en el que dejas de huir.

Tragó saliva. No era una frase bonita. Era una puñalada amable.

—Estoy cansado —admitió—. De fingir. De pelear. De ser lo que otros necesitan que sea.

—Entonces estás listo —dijo Matías, con una paz que lo envolvía todo—. Para empezar desde dentro. No huyas de tus emociones. No son tus enemigas: son tu brújula. Siéntate contigo como quien se ofrece un café honesto.

Lucas soltó una carcajada breve, sin burla. Con aquel hombre no sentía la necesidad de fingir.

—¿Y si no me gusta lo que encuentre?

—Ahí comienza la sanación, acepta la sombra; también hay belleza en ella. Solo necesitas una luz que no ciegue, sino que revele.

El chico no respondió. Miró el árbol, luego al anciano, por último, sus manos, que empezaron a temblar sin poder evitarlo. Y, por primera vez desde que llegó, lloró. No por debilidad, sino porque algo se deshacía: el orgullo, el miedo, el juicio.

Aquel día, el Guardián dejó asomar una nueva raíz.

El ritmo invisible del pueblo cambió. Alicia y Lucas, sin buscarse, se encontraron cada tarde bajo la copa del Guardián, donde Matías los esperaba como quien prepara un espacio sagrado. No había citas ni horarios. Solo una certeza: allí se estaba bien.

Al principio compartían el mismo silencio desde esquinas distintas.

Alicia temblaba ante recuerdos que la visitaban sin permiso. Lucas intentaba soltar la rabia que lo protegía del miedo. Matías no se impacientaba. Les ofrecía infusiones de las hierbas del monte, y los dejaba hablar… o callar.

Una tarde con olor a romero y tierra húmeda, Alicia se atrevió:

—No sé si alguna vez me he amado de verdad —dijo mirando el reflejo del embalse—. Di, cuidé, sostuve, perdoné, amé… y me olvidé. Me volví invisible.

Lucas la miró de reojo, con respeto y sorpresa.

—Yo no sé ni por dónde empezar —murmuró—. Sin la presión y las expectativas… ¿qué queda? Cuando me quito las máscaras, solo hay vacío.

Matías sonrió con ternura.

—El vacío no es ausencia: es el espacio donde todo nace. La hoja en blanco que aún no te has atrevido a escribir.

Se levantó despacio, apoyó la mano sobre la gruesa corteza del roble.

—Este árbol crece lento, pero firme. Cada nudo es memoria. No niega sus cicatrices: las abraza. Por eso permanece afianzado a la tierra que lo sostiene.

Por primera vez, entendieron que no estaban allí para entender con la mente, sino para recordar con el alma.

Desde entonces, cada encuentro fue una ceremonia sencilla. A veces leían fragmentos de libros que Matías guardaba en una caja de madera; otras, dejaban que el atardecer hiciera su trabajo sin interferencias.

Alicia escribía. Cartas sin remitente ni destinatario. Al principio eran reproches; un día, sin darse cuenta, escribió: “Me perdono”. Cerró la libreta como si hubiera cometido un delito.

Lucas dibujaba. Sus primeros trazos eran rabia pura, líneas que parecían querer romper el papel. Una tarde, su pulso se calmó. Aquello le sorprendió, le hizo sentirse molesto. Rompió el dibujo, se levantó y se fue sin despedirse.

Al día siguiente, no apareció.

Alicia lo buscó con la mirada. Matías le ofreció una infusión, como siempre.

—Se fue —dijo ella.

—O se escondió —corrigió Matías—. A veces hay que perderse un poco para volver con algo en las manos.

Lucas volvió dos días después: ojeras, manos manchadas de grafito, cuaderno nuevo. Se sentó en silencio.

—¿Mal café en la ciudad? —preguntó Matías.

Lucas sonrió sin voz y aceptó la taza.

—¿Sabes qué veo? —dijo el anciano.

—A un chico con miedo —respondió Lucas.

—No. A un joven valiente que por fin se miró sin disfraz.

Y siguieron. Sin prisa. Sin épica. Como las raíces, que no se ven, pero están.

La transformación no fue rápida ni espectacular. Fue lenta, como el goteo de la nieve al derretirse. Y fue real.

Aquella noche el cielo estaba tan despejado que parecía un océano oscuro salpicado de faroles. El embalse reflejaba las estrellas como si quisiera guardarlas. Lanuza dormía; bajo el Guardián, algo latía con una fuerza inexplicable.

Matías los citó tras el anochecer, sin explicar por qué. Llegaron con linternas que pronto apagaron, confiando en la luz suave de la luna llena, que se deslizaba como un suspiro por las ramas.

—Esta noche es especial —dijo Matías, envuelto en una manta de lana que olía a madera—. No es por lo que pasa fuera, sino por lo que ya sucede dentro de cada uno de nosotros.

Se sentaron formando un triángulo natural. Un silencio denso, de lugar sagrado, los envolvió. El tiempo pareció suspenderse.

Entonces ocurrió.

Una brisa leve movió las ramas. Las hojas, iluminadas, vibraron al compás de sus corazones. Y, en medio de aquella danza, tres hojas se desprendieron.

Cayeron sin ruido, como si el árbol supiera que el silencio era parte del mensaje.

Alicia sintió la suya en la palma. Lucas, en la mejilla. Matías, en el hombro. Nadie habló. Ninguno de ellos necesitó hablar.

Respiraron. Juntos. Con el árbol. Con la noche. Con todo lo que fueron y con lo que, desde ese instante, se comprometían a ser.

—Cada hoja llega cuando estás preparado —susurró Matías—. Nunca avisa.

Alicia acarició la suya: era perfecta, verde intenso, nervaduras como un mapa.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó Lucas.

Escucharla —dijo Matías—. No cayó por azar, los robles son los árboles de los antiguos “druidas”. Vienen a decirnos lo que, en lo más profundo de nuestro ser, ya sabemos.

Lucas la sostuvo en la mano con cuidado. Intuyó que esa hoja representaba algo que nunca tuvo: pertenencia.

—¿Tú recibes una cada año? —preguntó.

Matías sonrió mirando el cielo.

—No cada año. Solo cuando he cambiado lo suficiente para merecer una nueva verdad.

Alicia cerró los ojos. Por primera vez en mucho tiempo no sintió tristeza ni nostalgia. Sintió paz. De esa que duele y cura a la vez.

El Guardián, padre silencioso, extendió sus ramas como un abrazo vegetal y eterno.

No hizo falta decir más. Hay verdades que solo pueden vivirse. Hay silencios que lo dicen todo.

A la mañana siguiente, el pueblo despertó como siempre: campanas suaves, pan recién hecho perfumando las callejuelas, aves improvisando coreografías en el cielo.

Para Alicia y Lucas, nada era igual.

Se encontraron bajo el Guardián. Sabían que el momento de partir se acercaba. No querían, pero algo adentro de ellos susurraba: tocaba llevar lo vivido más allá de las montañas.

Matías los esperaba, sentado como siempre, pero con una luz distinta.

—¿Te vas? —preguntó Alicia, esta vez sin ocultar la ternura.

—No. Pero tampoco me quedo —respondió él, mirando el horizonte—. Cuando uno aprende a vivir con el alma abierta, nunca permanece del todo en un solo lugar. Vosotros habéis despertado. Eso es lo que más importa.

Lucas bajó la mirada: más ligero y más vulnerable.

—¿Y si lo olvido? ¿Y si vuelvo a ser el de antes?

—Entonces regresarás —dijo Matías—. Tal vez no aquí, pero cerrarás los ojos, pondrás la mano en el pecho… y volverás. Porque el Guardián no vive solo en este árbol: vive en ti, desde que lo dejaste entrar.

Alicia guardó su hoja entre las páginas del cuaderno. No era un trofeo, más bien un recordatorio.

—Gracias —dijo, con la voz quebrada—. No solo por lo que nos enseñaste. Por permitirnos recordar quiénes éramos antes de que el mundo dijera quién debíamos ser.

Matías se levantó despacio. Las piernas le temblaron por primera vez. Se acercó y apoyó las manos en sus hombros.

—Es hora de vivir. Amar con generosidad. Llorar si hace falta. Reír con el alma. Abrazar sin miedo. Y cuando regrese el ruido, sentaos a tomar un café… con vosotros mismos. Ahí está la magia.

El abrazo no fue una despedida, sino de reconocimiento.

El árbol quedó allí. Inmóvil. Pero no solo.

Lucas, ya en su cuarto, abrió la libreta y comenzó un boceto: el rostro de Matías, el contorno del Guardián y, entre ambos, una hoja flotando. Sabiduría aprendida. Sabiduría vivida.

Días después partieron a sus destinos. Sin promesas ni certezas. Con algo nuevo que no tenía nombre, pero sí raíz.

Alicia paró el coche en el arcén antes de perder de vista el viejo roble. Desde la ventanilla miró por última vez la silueta del Guardián. Sonrió. No dijo adiós, sino hasta siempre.

Matías, a la sombra del árbol, siguió con la mirada la carretera serpenteante hasta que los coches se hicieron punto. Ellos habían dejado en él un aprendizaje que jamás olvidaría.

Hay personas que no se abandonan, como hay lugares que no se dejan: se llevan dentro para siempre.

Años después, cuando los días duros azotaban, cuando las decisiones pesaban o la soledad visitaba sus vidas, ambos recordaban al anciano, al roble centenario, y, sobre todo, lo que aprendieron bajo su sombra:


Tres hojas verdes suspendidas en la noche frente a la luna, símbolo de los lugares donde nacen las hojas del alma.

“Existen Lugares donde nacen las hojas del alma… y a ellos se vuelve siempre que uno se atreve a escucharse.”


Espero que hayas disfrutado de la lectura, con cariño

María José Cerezo Merino