La ventanilla 14A

Hay viajes que comienzan antes de mover los pies.

Solo tuvieron un hijo. Un único milagro. Daniel, con sus 1,86 metros de estatura, moreno de piel y de cabello, es de esos hombres que no necesitan hablar mucho para dejar huella. Tiene una mirada profunda, casi hipnótica; cuando sus ojos grandes y oscuros se cruzan con los tuyos, parece leerte el alma sin esfuerzo. Hay en él una serenidad magnética, una mezcla de inteligencia emocional y nobleza que lo vuelve inolvidable.

Con todos sus estudios superiores completados y una brillante carrera como ingeniero informático, en su campo lo consideran una joya. Su creatividad lo distingue; por eso lo fichó una multinacional importante. Desde hace años mantiene un acuerdo que le permite teletrabajar desde su casa del Aljarafe sevillano —hogar que comparte con Clara, su novia de siempre—, salvo una excepción: un viaje anual de dos semanas a la sede central de la empresa, en Nueva York.

Clara, su pareja desde el instituto, también ha alcanzado sus metas. Aprobó unas oposiciones exigentes y, gracias a su nota, eligió destino en su ciudad natal, Sevilla. Dieron entonces un paso más: compraron una casa en el Aljarafe y allí construyen, día a día, un hogar compartido. Ella trabaja en la Administración Pública con un horario estable que le deja tiempo para su actividad intensa en redes sociales, a las que dedica buena parte de su tiempo libre.

La fecha ya está fijada para el próximo año. Clara sueña con una ceremonia fastuosa, de esas que parecen salidas de un reportaje de influencers: cientos de invitados, restaurantes famosos (no por su cocina, sino por la fama en redes), y una producción milimétrica para que cada imagen sea un imán de “me gusta” y seguidores. Daniel, en cambio, quiere algo íntimo. No por falta de recursos —ambos gozan de una economía sólida—, sino por convicción. Cree que una boda debe celebrarse rodeados de los suyos, no por compromiso ni por aparentar. Quiere autenticidad, calor, cercanía. Mientras Clara imagina luces y cámaras, él solo necesita amor y verdad.

Esa diferencia no es menor. Es la semilla de muchos desencuentros. Hay otra: él apenas usa redes —salvo para seguir algunos pódcast o compartir reflexiones profesionales en LinkedIn—; Clara está en todas: Instagram, TikTok, Facebook, X, YouTube… Publica casi a diario. Si un día no sube contenido, lo vive como un fracaso. «Hoy he perdido mogollón de seguidores», repite con el ceño fruncido durante horas. Ese contraste, que antes parecía equilibrado, empieza a pesar.

Febrero de 2026. Martes, 17 de febrero.
Ese día, Daniel inicia su viaje anual a Nueva York.

Clara lo acompaña desde el Aljarafe hasta la estación de Santa Justa, en Sevilla. Allí tomará un AVE a Madrid. Pasará la noche en el Hotel Mediodía, frente a Atocha, como cada año. Al día siguiente, temprano, cogerá un cercanías hasta el aeropuerto Adolfo Suárez–Barajas. Embarcará a las 11:00 h con destino a Nueva York; llegada estimada, 17:00 h (hora local). Ocho horas y media de vuelo más seis de diferencia. Lo tiene todo calculado. Lo ha hecho tantas veces que podría recorrerlo con los ojos cerrados.

Y, sin embargo, este viaje —misma ruta, mismo hotel, mismos horarios— será distinto.
Será el último.

El incidente que está a punto de cambiarlo todo ya ha empezado a tejerse en el fondo del cielo. Ellos aún no lo saben.

Camino a Santa Justa

El cielo amaneció cubierto de nubes densas, grises como el ánimo dentro del coche. Una lluvia fina golpeaba el parabrisas mientras los limpiaparabrisas marcaban, con su vaivén, el ritmo de una conversación pendiente… y tensa.

Clara conducía con gesto serio, la mandíbula apretada, la mirada fija en la carretera. Daniel, en el asiento del copiloto, observaba en silencio el paisaje desdibujado tras la ventanilla, sin atreverse a romper el hielo.

—Te lo digo en serio —soltó Clara, sin apartar la vista—. Si sigues en ese plan, no habrá boda. Y punto.

No alzó la voz, pero la contundencia de sus palabras golpeó el aire como un portazo. Daniel la miró. Tan guapa incluso enfadada… Años atrás, aquel gesto desafiante le parecía adorable; hoy le dolía.

No contestó. Volvió a la ventanilla. La ciudad pasaba ajena al nudo en su estómago.

Está lloviendo. El día está feo, gris, húmedo, frío… No es el mejor momento para irse, y menos así. Ojalá estuviera contigo entre las sábanas, con tu piel caliente entre mis manos. Querría besar despacio, fundirme contigo, hacer el amor sin prisas, como si el tiempo se detuviera. Porque te amo. Porque me importas más que cualquier boda, cualquier menú, cualquier restaurante de moda. Y, sin embargo… aquí estamos.

—No sé qué te cuesta —continuó Clara—. No es solo la boda; es hacer las cosas bien. ¿Sabes cuántas visualizaciones puede tener un vídeo si grabamos en ese restaurante? Es una inversión, no un capricho.

Daniel suspiró. No de ella, sino de la distancia que crecía entre lo que eran y lo que soñaban.

—Lo sé, mi niña… Pero a veces siento que perdemos lo esencial —respondió suave—. No quiero que ese día sea una estrategia. Quiero que sea nuestro. Para recordarlo por lo que sentimos, no por lo que parezca.

Ella no respondió. El silencio volvió, denso como el aire antes de la tormenta.

En Santa Justa, aparcaron sin prisa, pero sin tregua. Aún faltaban treinta minutos.

—¿Tomamos un café? —pidió Daniel con una sonrisa tímida. Buscaba una tregua; necesitaba despedirse bien.

—No puedo —dijo Clara—. Tengo que pasar por la oficina a por unos documentos y luego ir directa al juzgado. Me espera un día complicado.

Él quiso abrazarla; se contuvo. Le acarició la mejilla, apenas. Clara, sin entusiasmo, se dejó hacer.

—Mírame… —pidió Daniel, con los ojos humedecidos—. Déjame llevarme tus ojos grabados para estas dos semanas. Solo eso.

Ella giró la cabeza; el gesto fue más mecánico que emotivo.

—No digas tonterías. Ya hablaremos a la vuelta. Piensa en lo que te he dicho: la decoración será más cara, sí, pero impactará en fotos y vídeos. Es lo que toca. No seas antiguo.

Daniel tragó saliva. La besó con un roce breve, una despedida sin fuego. Clara lo abrazó por compromiso, sin darse cuenta de que sería la última vez.

—Cuídate —dijo, y bajó del coche.

—Lo hablamos a tu regreso —repitió desde la acera, como si esas palabras pudieran garantizarlo.

Él asintió. Con una mezcla de tristeza y resignación, tomó su maleta y caminó hacia la estación. La lluvia seguía cayendo. En su cabeza, un mantra:

Lo importante es el amor. Todo lo demás, pasa.

Hotel Mediodía, Madrid. Martes, 17 de febrero de 2026, 21:43 h

Cerró la puerta con un clic que sonó más de la cuenta. Dejó la maleta, se quitó la chaqueta empapada y se sentó en el borde de la cama. El cansancio no era físico.

Encendió el aplique de lectura. No tenía hambre ni sueño; solo la necesidad de oír su voz, aunque no supiera qué decirle. Tomó el móvil, buscó su nombre, llamó.

—¿Hola? —respondió Clara, neutra.

—Ya en el hotel. Todo bien.

—Vale. Me alegro.

—¿En casa?

—Sí. Reunión con la delegada. El juicio de mañana será complicado.

Daniel dudó. Pensó en decirle cuánto la echaba de menos; le pareció inoportuno.

—Cada año me cuesta más este viaje… —se atrevió—. Me gusta mi trabajo, sí, pero no sé si compensa estar lejos de ti tanto tiempo. No así.

—No digas tonterías —cortó—. Gracias a ese trabajo mantenemos este nivel de vida. Podemos viajar, salir, tener lo que queremos. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí… Lo sé —dijo Daniel, con algo que se quebraba por dentro—. Pero cada vez me pesa más. Te echo de menos incluso cuando estoy contigo… y eso duele.

Ella suspiró. No era impaciencia ni ternura; era cansancio.

—Madrugas. Descansa.

—Lo haré. Pero antes… ¿me das uno de esos besos que me gustan?

Silencio breve.

—Tienes muchos en la memoria. Coge uno y pulsa “recordar”.

Él sonrió, triste.

—Eres tremenda. Te amo, ¿lo sabes?

—Yo también. Pero a ver si se nota y dejas de ponerte quisquilloso con la boda.

—Ok… tonterías mías. Será el sueño.

—Buenas noches. Que tengas buen vuelo.

Colgó. Se quedó con el móvil en la mano, mirando sin mirar. No era miedo ni presentimiento; era una nostalgia adelantada. Como si supiera que aquella conversación iba a ser la última.

Apagó la luz. Buscó el beso en la memoria. Y lo encontró, como un último regalo.

Aeropuerto Adolfo Suárez–Madrid Barajas. Miércoles, 18 de febrero de 2026, 7:25 h

Durmió mal. La ducha despejó el cuerpo, no el alma. Documentación: pasaporte, tarjeta de embarque, portátil, auriculares, cargadores, lectura. Todo listo, salvo ese peso sutil en el pecho.

Taxi a las 6:45 h. En la terminal a las 7:20 h: maletas rodando, despedidas, niños con mochilas, ejecutivos con café. El mundo en marcha.

Facturación, seguridad, bandejas, arco. La rutina anestesia. Cafetería, café solo y cruasán. No tenía hambre. Miró los aviones tras el ventanal: una coreografía muda.

¿Se habrá despertado? ¿Habrá leído el mensaje?
Escribió: «Ya en el aeropuerto. Te amo». Enviar. Sin respuesta.

A las 9:15 h anunciaron la puerta: D67. Sala de espera. Revistas, llamadas en francés, megafonía con destinos. Su vuelo: IB6801, Nueva York. Salida 11:00 h. Todo en orden. Auriculares, música instrumental, ojos cerrados.

Dos semanas. A la vuelta hablamos. Todo estará bien.

Llamaron al embarque. Respiró hondo y avanzó.

—Asiento 14A —dijo al auxiliar—. Ventana.

El cielo seguía gris. Sin saberlo, entraba en la última escena de su historia.

Vuelo IB6801. En algún punto del Atlántico. Miércoles, 18 de febrero de 2026

Se acomodó junto a la ventanilla. Ala a la vista, nubes como un mar blanco.

Y entonces lo cuento en primera persona.

A mi lado, un hombre de unos cincuenta me saluda con cortesía. Le devuelvo el gesto. Saca un Murakami. Yo, auriculares. Música suave. Cierro los ojos.

El despegue, como siempre: vibración, motores que rugen, presión en el pecho. Respiro hondo. Ya está. Arriba, todo fluye.

Media hora después se apagan los cinturones. Pido un café. Mal hecho. No quiero dormir aún. Quiero pensar.

Saco el móvil, aunque sé que no hay cobertura. Miro la última foto de Clara: medio dormida, taza en mano, sin filtros.

¿Por qué discutimos tanto? ¿Y si la distancia sirve para reencontrarnos?

Una turbulencia me sobresalta. Nada serio. El avión tiembla. La auxiliar tranquiliza a una señora.

—Es normal, señora. Zona de inestabilidad. Pasará enseguida.

El cielo se oscurece. Otra sacudida, más brusca. El café me salpica la mano.

La tripulación guarda los carritos, asegura los compartimentos. Las caras cambian. Una niña abraza su peluche. El hombre a mi lado cierra el libro.

—No me gustan estas zonas —dice.

Asiento. Me tenso.

Nueva sacudida. Fuerte. Caemos unos metros. Gritos. Una alarma sorda. Luces que parpadean.

La voz del comandante irrumpe, forzada:

—Aquí el capitán. Hemos entrado en una corriente descendente inesperada. Mantengan la calma y permanezcan sentados con el cintur…

La voz se corta.

El avión se inclina. Maletas que caen. Una azafata tropieza. Hay llantos. Rezos.

Me aferro al asiento. Esto no puede estar pasando. No hoy.

Caen las máscaras de oxígeno. Como en las películas. Nunca pensé verlo.

Miro a mi compañero. Ojos vidriosos. Me tiende la mano. Se la aprieto.

No estamos solos.

Tras la ventanilla, nubes negras y fragmentos de cielo. ¿Fuego?

Un estallido seco. Una explosión pequeña, suficiente para que todo vibre. Perdemos altura. Rápido. Muy rápido.

Pantallas apagadas. Un pitido agudo. La megafonía, muda. Solo caos.

—¡Papááá! —grita un niño.
—¡Dios mío! —una mujer.
—¡Nos vamos a matar! —alguien desde el fondo.

Y entonces, silencio. No fuera: dentro. Como si el miedo se rindiera. Como si aceptara.

¿Así termina todo?

Pienso en mis padres. En sus caras cuando se enteren. Pienso en Clara. En cómo me miró al bajarme del coche. En el beso que no me dio. Me duele más eso que el miedo a morir.

Caemos. No lo veo: lo sé. El cuerpo lo sabe.
Un fogonazo de luz. Después, un impacto brutal contra las aguas del océano.
Gritos. Voces pidiendo ayuda.
El dolor es insoportable. No puedo moverme.
Escucho el rugido del agua llenándolo todo, invadiendo el compartimento.
Poco a poco, todo se desvanece.
Acepto el fin de mi viaje.
En la memoria me llevo el amor vivido.
Después… nada más.

Miércoles, 18 de febrero de 2026, 19:02 h. Aljarafe, Sevilla

El reloj del microondas marca las 19:02 cuando Clara mira por tercera vez el móvil. Nada. Ni un «ya llegué». Daniel siempre avisa. Siempre.

Abre WhatsApp. Última conexión: 10:43 h. El nudo en el pecho.

—Tranquila —se dice—. Habrá retraso. O no hay red. O…

Enciende la tele, buscando ruido. Y el destino se impone:

«Última hora. Un avión procedente de Madrid con destino Nueva York ha desaparecido del radar hace unas horas. Se trata del vuelo IB6801. Las autoridades no descartan un accidente».

El mando cae. La sangre se enfría. Mira la pantalla sin entender; como si el idioma se hubiera vuelto otro. IB6801. El vuelo de Daniel.

Llama a Mercedes, la madre de Daniel.

—¿Ha llamado? ¿Os ha dicho si ha llegado?

—No, hija… Pensábamos que era lo que ibas a contarnos tú. Él siempre avisa… ¿no lo ha hecho?

—No —consigue decir—. No hay rastro.

Hace gestiones. Esperas. Pasan departamentos. Nadie confirma. Nadie niega. Ese silencio es peor que la verdad.

Llama a su compañera:

—Raquel, encárgate mañana de lo mío en el juzgado. No puedo.

—Estoy contigo. Lo que necesites —responde Raquel, sin preguntas.

Pasan las horas. El móvil, en la mano. La esperanza, colgando de un hilo.

A las 22:16 h suena un número largo, oficial.

—Señorita Clara, le habla Javier Sánchez, del Ministerio de Asuntos Exteriores… Lamentamos informarle que hemos recibido confirmación de la NTSB y de la aerolínea. El vuelo IB6801 ha sufrido un accidente en el Atlántico. No hay supervivientes.

El mundo deja de sonar.

—No… —susurra.

El protocolo se activa: asistencia, consulado, dispositivo especial. Ella ya no oye. Cuelga. El teléfono cae. Se abraza las rodillas. Quiere gritar y no sale la voz. Daniel no volverá. No más besos. No más domingos entrelazados. Todo ha terminado.

Cuando Raquel llega, la encuentra abrazada a una camiseta suya. Aún huele a Daniel. La rodea. Lloran en silencio. Cuando el amor se va, no hay palabras: solo miradas que sostienen un alma rota.

Jueves, 19 de febrero de 2026, 08:11 h. Aljarafe, Sevilla

Amanece. Clara no quiere más mañanas. Le duele todo, como si el cuerpo también hubiera caído del cielo. Raquel duerme en el sillón, con el móvil en la mano. No la dejó sola.

El silencio es abrumador. No el de la casa: el del mundo.

Café por inercia. No lo bebe. Observa el vapor disiparse.

—¿Cómo estás? —pregunta Raquel.

Clara niega. Raquel la abraza por detrás. Un minuto eterno.

—Me llamará una psicóloga de la embajada —logra decir—. Se llama Lucía Duarte.

A las 08:37 h, un fijo. Raquel le toma la mano.

—¿Clara? Soy Lucía Duarte, psicóloga clínica especializada en trauma y pérdida. No hay guion para esto. Solo presencia, apoyo y tiempo.

—No sé si estoy viva… Siento que me faltan piezas. ¿Es normal?

—Más que normal, humano. No ha perdido solo a una persona: ha perdido un futuro compartido, una rutina, un abrazo que era hogar.

Clara rompe a llorar. Con el pecho. Con las entrañas.

—No sé si voy a poder. No tengo a nadie más. Mis padres ya no están. Daniel… era todo.

—Y aun así está aquí, sintiéndolo. Eso ya es fortaleza. No se trata de poder sola. Vamos a acompañarla. Poco a poco reconstruiremos su lugar, aunque ahora parezca imposible.

—¿Puedo verla?

—Claro. Empezamos hoy online, y cuando quiera, presencial. Lo importante: no está sola. El dolor no se evita, pero no tiene que atravesarlo sin compañía.

—Gracias… Gracias por no decirme “sé fuerte”. Hoy no quiero serlo.

—Hoy no —responde Lucía—. Y está bien.

Cuelgan. Por primera vez en horas, Clara respira un poco más hondo.

Domingo, 22 de febrero de 2026, 10:03 h

Tres días desde la confirmación. El teléfono no para; medios, trámites. Clara solo desea silencio.

Un coche del Ministerio se detiene. Traen una caja: «Objetos personales. Vuelo IB6801». Falta el aire. No la abre. Apoya la frente sobre la tapa.

—Si estás aquí, háblame.

Al atardecer, la abre. Su reloj. Una libreta con notas. El neceser. La cartera. Una foto doblada dentro de un libro. El portátil, con una abolladura. Enciende. Entre los archivos recientes, un borrador sin enviar. Para ella.

Tiembla. Abre.

Asunto: Por si acaso…

Mi niña:

Quizá este correo no llegue nunca. Hoy siento algo raro; necesito dejarte estas palabras, como si mi alma supiera algo que yo no.

Te amo. No por costumbre. De verdad. Te amo en lo que somos y en lo que no logramos ser. Hoy, mirando por la ventanilla, pensé en ti: en tus enfados cuando no publicas, en tus ganas de una boda perfecta, en tu forma de soñar… y en cómo discutimos por cosas que no valen nada.

Si solo pudiera pedir un deseo, sería este: que no olvidemos lo que importa.

No es el restaurante, ni los invitados, ni las fotos. Es despertarme contigo cada mañana y saber que estás. Es tu olor en las sábanas, tus carcajadas, tus silencios, incluso tus manías.

La vida, amor, es demasiado corta para vivirla enfadados.

Si esto te llega y yo ya no estoy, prométeme algo: vive. No sobrevivas. Vive de verdad. Llena el alma de instantes, no de cosas. Abraza más. Discute menos. Ama sin pausa. Y si algún día miras al cielo y te duele el pecho, no será tristeza: será que mi amor sigue ahí, aprietándote desde lejos.

Te amo para siempre. Aunque no esté.
Tuyo, Daniel.

Clara no termina de leer. Cae de rodillas. Llora con la frente sobre el teclado, como si pudiera abrazarlo a través de las palabras. Raquel se sienta a su lado. La luz del atardecer entra suave. Duele, sí. Pero el mensaje deja una semilla: la del perdón, la del despertar, la de una vida nueva.

Sábado, 14 de febrero de 2027. Loulé, Algarve, Portugal

Un año. Trescientas sesenta y cinco mañanas sin su voz. Doce lunas llenas sin sus abrazos. Un invierno entero sin sus manos templadas.

Hoy habrían dicho «sí, quiero». La vida decidió otra cosa.

Y, sin embargo, Clara está en paz. Sentada en una silla de hierro forjado, en la Plaza de la República de Loulé, respira hondo. La vida alrededor sigue: niños tras una pelota, ancianos a las cartas bajo los naranjos, una pareja haciéndose selfies junto a la fuente.

Sostiene un café humeante en la cafetería antigua que Daniel adoraba. Decía que ese rincón tenía magia, que allí los sabores sabían más a verdad.

Mira el cielo de un azul limpio. Saca una libreta nueva. En la primera página escribe:

Hoy habría sido nuestro día. No lo fue. Y, aun así… es un día lleno de ti.

Ha llorado mucho estos meses. Ha gritado, negado, recordado. También ha aprendido. Gracias a su terapeuta, a Raquel y, sobre todo, a ese correo que Daniel escribió sin saber que sería su testamento de amor, entiende lo que antes se le escapaba: que vivir no es tener ni llegar; es estar. Es sentir. Es compartir lo simple y lo hondo.

Se levanta, deja unas monedas y camina por la calle empedrada. El pueblo parece igual. Ella no.

En un escaparate de cerámica, una placa blanca con letras azules la detiene:
«Aprovecha cada minuto. Porque un día mirarás atrás… y te darás cuenta de que era todo».

Sonríe. Sin lágrimas.

—Gracias, amor. Por todo. Por enseñarme, incluso sin querer, a vivir de verdad.

Se aleja con el sol acariciándole la espalda. Va sola, pero no vacía. Ha comprendido algo que muchos tardan una vida: lo verdaderamente importante no se ve en las fotos; se siente, se recuerda y se honra… viviendo.

Ella no solo seguirá adelante. Vivirá. De verdad. Por ella. Y por él.

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Gracias por tu lectura, con cariño

María José Cerezo